Manuel
Delgado, en su texto, El espacio público como ideología, nos presenta un
análisis de la palabra espacio público y sus usos, desde su tono crítico y
muchas veces, irónico.
EL
ESPACIO PÚBLICO COMO IDEOLOGÍA
El
concepto de espacio público no salía de las cuestiones teóricas pertenecientes
a las filosofías políticas entendiéndolo como un espacio-tiempo en el que se
organizaba y se procesaba el vínculo social. Asociando el concepto de espacio
público al de esfera pública como reunión de personas particulares que
fiscalizan el ejercicio del poder y se pronuncian sobre asuntos concernientes a
la vida en común. En los años sesenta y setenta, incluso los ochenta, el
concepto de espacio público toma valor en los discursos políticos urbanísticos,
en tanto que se relacionaba con calle, espacio común. Nada que ver con el
concepto vigente. A partir de los años noventa espacio público quiere decir
algo más que un espacio en el que todo es perceptible y percibido por la mirada
ajena. Este concepto viene cargado, hoy, de connotación política.
El
concepto de espacio público va a ser la base donde se intentará materializar y
racionalizar la línea democrática de la política actual. Por ello, desde la
política se entiende dicho espacio como esfera de coexistencia pacífica y
armoniosa de lo heterogéneo de la sociedad. Es el lugar de superación de
diferencias.
Vemos
como este concepto es un eje importante sobre el que giran los discursos de las
ideologías ciudadanistas, entendidas como, una radicalización de la democracia.
La democracia no solo como modelo político sino como forma de vida. Es esta
ideología la que impregna la socialdemocracia, la cual intenta armonizar
espacio público y capitalismo para conseguir alcanzar un modelo de explotación
sin que los efectos negativos repercutan en la agenda del gobierno. No
obstante, el ciudadanismo es también ingrediente principal de movimientos de
reforma ética del capitalismo, que mediante la agudización de los valores
democráticos abstractos aspiran a paliar las consecuencias del capitalismo, es
decir, hacer entender que la exclusión no es algo que deba formar parte de las
estructura social sino que es una incidencia que tiene que mejorarse desde la
ética.
Es
entonces que el espacio público se convierte en
instrumento ideológico-teórico más que empírico, utilizado como mediador
entre sociedad civil y Estado. Es pues, un espacio donde se suprime cualquier
tipo de antagonismo, donde los enfrentamientos entre clases y sectores se
diluyen en metas compartidas. Pero esto no es nada más que un conjunto de ideas
ilusorias. Este tipo de estrategias sirve para camuflar todo tipo de exclusión,
relaciones de explotación, así como, el papel de encubridores que asume el
Estado de cualquier tipo de asimetría social. Este sistema de dominación que
nada tiene que ver con la violencia sino con los discursos ideológicos, acaban
por provocar en el abstracto ciudadano una naturalización de los métodos y
directrices moralistas que el Estado utiliza como forma de dominación. Estas
directrices, cada vez más cambiantes, dinámicas y adaptativas, proveen la
astucia suficiente para que sus enemigos asuman los argumentos e iniciativas,
mutilándoles la capacidad cuestionadora. En efecto, el concepto espacio público
es una idea dominante en un doble
sentido: ideas de quienes dominan e ideas concebidas para dominar. Se trata
entonces, de un lugar pensado para las buenas convivencias ciudadanas,
cualquier uso inapropiado de la plaza, calle,… se denomina incívico.
Como
categoría política, espacio público, necesita verse confirmado como lugar,
sitio, zona, … en que toda esa ideología teórica pueda ser visibilizada de
forma empírica. Por tanto una plaza y/o una calle deben ser escenario don se
desmiente todo tipo de asimetría social y donde se representa ese sueño de la
equidad y un lugar donde poder llevar a cabo una función integradora y de
mediación. El espacio teórico se convierte en espacio sensible y perceptible
del que todos pueden apropiarse pero no reclamar como propiedad.
Como
figura principal de este espacio público, encontramos al ciudadano que se
disfraza de equilibrista que cuidadosamente se desliza por un cable, mientras
sujeta la balanza de los principios democráticos. El ciudadano es portador y
ejecutante de los principios dominantes. Este transeúnte no posee otra
identidad que la de masa corpórea y éste
es abducido por una especie de no-lugar
en el que se abolen las diferencias
y en el que se representa una aparente contradicción. Es en ese limbo
donde una sociedad altamente jerarquizada se convierte en un una imaginaria
realidad en la que los presupuestos igualitarios de los sistemas democráticos
adquiere una presencia palpable. Es el efecto óptico democrático: un ámbito en
el que las desigualdades se proclaman mágicamente abolidas, en el que no importa
quienes seamos sino qué hacemos. Pero la experiencia real nos ofrece diversas
evidencias de que no es así. Todo tipo de estigmas y negativizaciones se coloca
en este territorio donde ciertos individuos o colectivos, cuya identidad real o
atribuida los define en un estado de excepción del que el espacio público no
libera. Es ante esta verdad cuando el discurso ciudadanista y del espacio
público invita a cerrar los ojos.
Otra
idea que atraviesa este texto, es la contraposición entre público y multitud. Entendiendo
público como un conjunto de individuos que asumen una acción conjunta,
renunciando al espacio material y conformándose con el vínculo espiritual que
los une en conjunto humano. Ese eje cohesionados son las opiniones que
comparten unos y otros. En contraposición de la multitud, ese otro personaje
colectivo, que se concreta en el espacio material como eje cohesionador que los
hace actuar al unísono. El objetivo de estas ideologías ciudadanistas, es conseguir que las masas irracionales se
conviertan en público racional, y que los obreros, y otros miembros de sectores
eventualmente conflictivos se conciban a ellos mismos como ciudadanos. Para
ello se despliega una especie de valores abstractos de ciudadanía y civilidad
que tienen y que son aprendidos y enseñados, por ello existen asignaturas
escolares de “educación para la ciudadanía”.
Por
último añadir, que el civismo y la ciudadaneidad asignan a la vigilancia y a la
actuación policial la labor de llevar a cabo lo que la educación en valores,
campañas publicitarias, fiestas cívicas,… no han conseguido, poner orden y
disciplinar ese exterior urbano.